Cuando se presentó Assassin's Creed 2 en 2009, su impresionante gameplay venía acompañado de una promesa: escondernos entre las sombras y ser el asesino definitivo sería mejor que nunca con nuevos movimientos, nuevas herramientas y algo de astucia. La secuela era iterativa, pero evolucionaba los pilares principales que formaban la saga: esa mezcla tan específica entre acción, sigilo y movilidad que la hacía única. Muchas entregas, secuelas y spin-offs más tarde, la promesa ha cambiado. O quizás nunca estuvo ahí.
Assassin's Creed se ha convertido en una de las franquicias modernas más longevas que tenemos, y Ubisoft no ha tenido problemas en ir iterando su fórmula. Estos cambios a menudo se han sentido azarosos o, como poco, puramente reactivos. Con los años han abandonado la consistencia en su periodicidad de lanzamientos, el mero concepto de las entregas numeradas e incluso hasta el género al que pertenecen sus juegos. Con la llegada de Assassin's Creed Origins la saga decía adiós al action-adventure y se codeaba con los action-RPG tan populares del momento.
Intentando buscar el norte
Esta nueva fórmula tenía sus propias virtudes. Las mayores ambiciones de Ubisoft quedaban patentes en juegos que no se limitaban a ambientarse en una ciudad sino en un país entero. Escenarios que daban lugar a todo un nuevo sistema de progresión del personaje más basado en las estadísticas y el equipo, y que facilitaban absorber una ambientación histórica en el centro de una aventura que iba más del sitio en sí que de aquello que se estaba contando.
Pero lo que se perdía por el camino también era evidente. Las mecánicas clásicas ya no tenían tanta cabida aquí. El criticado combate fue el primero en caer. En algún momento el parkour dejó de actualizarse o incluso fue a peor. Pero fue en especial el sigilo el que salió perdiendo. Ni la premisa ni las mecánicas se sumaban para hacerlo un estilo de juego significativo ni trabajado. Con ello, los últimos títulos hacían cada vez más evidente algo que había estado rondando alrededor de la saga durante años. El sigilo era una mera herramienta más a disposición de un personaje que picoteaba un poco de todos los juegos y no se quedaba con ninguno. La fantasía de la saga se había vuelto simplemente demasiado dispersa, demasiado genérica.
Muchos jugadores han opinado que la saga nunca fue realmente de sigilo. El propio Assassin's Creed 2 (para la mayoría de los fans aún la cima de la franquicia) puede ser considerado un extraordinario juego de aventuras de mundo abierto, ¿pero juego de sigilo? Assassin's Creed 3 incluyó grandes entornos rurales, armas de fuego y batallas navales. Black Flag era directamente un simulador de ser pirata más que un asesino. La única entrega que trató realmente de evolucionar el esqueleto de la vieja fórmula fue Unity, y ya sabemos lo que pasó con aquella.
¿Es lo que los fans han querido siempre una falacia? ¿Un sueño de una saga que no existió? Es difícil decirlo. Pese a su ejecución a veces torpe, a veces excesivamente distraída con otros entremeses, con sus misiones de carreras, minijuegos o coleccionables, la saga ha tratado casi siempre de no desviarse demasiado de los pilares originales. Pero sus propios experimentos, unidos a un agresivo feedback (las misiones de seguimientos son aburridas, la jugabilidad de ir asesinando objetivos es poco variada) la han ido cambiando y alejando de aquella promesa original hasta el punto de que se ha difuminado por completo.
Un viejo deseo que se hace realidad… ¿pero tarde?
Cuando se anunció Assassin's Creed Shadows, muchos temimos que ese juego soñado había llegado simplemente muy tarde. Que era un viejo deseo idealista que encajaba más con la antigua concepción de la saga que en lo que se ha convertido. Tras ver su gameplay de presentación, sus dos protagonistas cada uno con un estilo de juego muy diferenciado, y esa misión de infiltración en la noche llena de truquitos y puñaladas, una idea brotaba en la cabeza de muchos de nosotros: la cosa volvía a tratar abiertamente del sigilo. La promesa de la saga volvía a ser específica.
Shadows no es solo una tibia "vuelta a los orígenes" como era Mirage. Su jugabilidad recupera por completo mecánicas que siempre fueron clave como el asesinato sigiloso (sin tener que preocuparse del nivel del enemigo) además de otras rescatadas de sagas de Ubi como el uso de la luz y las sombras. Pero trae también nuevos asesinatos (qué divertido aquello de saltarle al enemigo desde un balanceo con el gancho, o lo de clavar la espada a través de las puertas) y filigranas como lo de sumergirnos en el agua a modo de escondite, respirando desde una caña.
Ubisoft también (y ya era hora) actualiza aquí sus mecánicas de sigilo para que estén más acordes con títulos contemporáneos. Naoe puede agacharse y avanzar tumbada para evitar ser vista. Puede esconderse tras las paredes desde donde espiar a los enemigos. Puede incluso agarrar a oponentes desprevenidos y arrastrarlos antes de noquearlos en otro lugar. Incluso el parkour parece formar parte de todo esto. A los movimientos sigilosos de la shinobi hay que añadirles florituras encima de los edificios, con saltos y volteretas en el aire que refuerzan la idea de estar controlando a un personaje ligero y hábil.
Años más tarde, Ubisoft decide recuperar aquella parte de la fantasía de Assassin's Creed que consiste en ser un asesino silencioso y resolutivo. Lo hace en un formato que ya creíamos completamente desconectado con los orígenes de la saga, y bajo la premisa de que esto es solo la mitad del juego (el amigo Yasuke también tendrá mucho que decir en la aventura). Habrá que ver si la experiencia no vuelve a ser víctima de su propia escala, pero de momento, es una chispita de ilusión descubrir que aún tienen algo de interés por continuar aquella vieja promesa que nos hicieron en 2007.
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