El descalabro en las salas de Furiosa, acrecentado aún más por la bajada del 40% por ciento respecto al año pasado que han experimentado la salas de Estados Unidos en el Memorial Day -uno de sus fines de semana más prolíficos del año-, ha vuelto a despertar el debate sobre por qué la gente no va al cine y qué están haciendo mal las salas. Para sorpresa de casi nadie, la respuesta está en una de las teorías más antiguas de las ciencias económicas.
Si bien es cierto que cada vez hay más opciones para ir al cine, con promociones a precios especiales en días concretos, entradas más baratas para mayores, o incluso servicios de suscripción que mediante un pago anual o mensual te permiten ir al cine de forma ilimitada; la gente ha dejado de asistir a las salas y, por más vueltas que le demos, todo parece apuntar en la misma dirección.
Por qué la gente ya no va al cine
Dependiendo de a quién le preguntes, es fácil que pronto te encuentres con mil y una razones sobre qué nos ha llevado a esta situación. La favorita de productoras y salas de cine está en el auge del streaming que explotó tras la pandemia, transformada en la excusa perfecta, pero basta con echar un vistazo a las cifras para ver que, entre 2019 y 2002, la gente pasó de ir una media de 5,2 veces al año, a ir sólo 3,5 veces por año. Respecto al resto del público, hay opiniones de todos los gustos y colores.
Están quienes aseguran que la variedad de propuestas ya no les llama lo suficiente pese a haber más películas y más diversas que nunca. Estarán los que recuerden que las nuevas generaciones están acostumbrados a un ritmo de visionado completamente distinto por culpa de YouTube y TikTok.
También habrá los que clamen al cielo porque comerse unas palomitas es cada vez más caro, o que la gente no sabe estar en silencio mientras se proyecta la película, y hasta los que ven en los anuncios que te cuelan entre tráiler y tráiler una razón más para quedarte en tu casa. Pero los únicos a los que la ciencia avala son los que afirman que las entradas se han vuelto muy caras. En realidad tal vez sea algo tan simple como la ley de la oferta y la demanda en el mundo del cine.
Dice el tanteo walrasiano, heredado de las subastas de pescado del siglo XVIII y llamado así por el economista galo Léon Walras, que para encontrar el equilibrio en un mercado debe haber una relación en la que ambas partes se sientan cómodas, y que ajustando los precios iterativamente como si fuese una subasta, se puede llegar a encontrar un punto medio que sea óptimo para las salas y aumente la asistencia a las mismas.
Si industrias como la alimentaria, la del transporte o la del turismo han sobrevivido a base de adaptarse a una demanda elástica ofreciendo precios dinámicos en base a opción y tiempo impulsados por la demanda, tal vez otros modelos similares puedan llegar a ser una opción viable tras lidiar con el interés del público.
Tampoco vengo yo a descubrir a nadie la sopa de ajo. Es tan simple como que si la demanda es altísima, si hay gente amontonada las puertas de las salas de cine para poder ver el último blockbuster y agotas todas las entradas meses antes de que lleguen a la taquilla, puedes aprovecharte de la situación para aumentar los precios y seguirá quedando gente con ganas de acudir al cine. Lamentablemente no es el caso.
La industria del cine empieza a abrir los ojos
Si lo que ocurre es justo lo contrario, tal y como recoge el propio directivo de Sony Motion Pictures, Tom Rothman, lo que necesitas, sí o sí ,es mejorar la oferta para que suba la demanda: "Hay una propuesta de valor en la fijación de precios para dos grupos que son importantes para nosotros. Los jóvenes están tratando de pagar el alquiler y no tienen muchos ingresos disponibles. Y el segundo segmento muy sensible al precio es el público familiar. Es demasiado caro llevar a toda la familia al cine en este momento, incluso si los niños entran a mitad de precio o lo que sea".
Aunque quienes no tienen hijos siguen sin ver el problema pese a tenerlo ante sus narices, la realidad es que Disney se hizo de oro en el mundo del cine gracias a los críos, y todas esas franquicias de superhéroes que explotaron hace años convirtiéndose en su nueva fábrica de hacer dinero, en realidad también vienen de una generación que se aficionó al cine precisamente por la misma razón.
Y sí, es cierto que hablar de ocho euros por una entrada en realidad no parece demasiado caro, pero si haces las cuentas con una familia con dos hijos, ya estamos hablando de bastante más. Si además tienes que lidiar con los precios de palomitas y bebidas, en una industria que sigue buscando sacarte los colores por entrar comida y bebida de fuera, y que ha hecho de los menús un negocio mucho más rentable que el de proyectar películas; igual va siendo hora de que le demos una vuelta al hecho de hasta qué punto es rentable ese negocio si tienen que perseguir esos precios para salir adelante.
En algún punto alguien debería plantearse si realmente seguir subiendo las entradas es la solución frente a un consumo que está cambiando completamente o, de lo contrario, tal vez vaya siendo hora de abandonar el debate -y la pena que viene con él-, sobre qué está ocurriendo con las salas de cine. Toca empezar a ser conscientes de que, tal y como ocurrió con el teatro, el modelo de negocio ha cambiado, y hay ofertas mejores o más llamativas que le están comiendo la tostada.
En cualquier caso lo que es seguro es que las salas de cine no desaparecerán, pero la diferencia entre conseguir que vuelvan a ser lo que eran antes, o terminen condenadas a ser el nuevo teatro, está en algo tan básico como entender que la solución no es llorar porque las nuevas generaciones están enganchadas al streaming o a contenidos gratuitos de TikTok. Menos aún si se siguen subiendo los precios asfixiando a los únicos que mantienen su intención de ir al cine.
Imagen | InvictusGames en Midjourney, Jared Murray
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